Dicen que el pasado se mitifica y es posible, pero cuando pienso en los veranos que pasé en campings de Castilla siendo niño siempre siento una especie de nostalgia. Debido al trabajo de mi padre, nuestros veranos eran bastante largos. La mayoría de amigos que tenía estaban un mes como máximo, pero nosotros, a veces, nos tirábamos dos meses de vacaciones. Ahora lo pienso y me parece demasiado tiempo (¿quién está dos meses seguidos de vacaciones actualmente?) pero por aquella época el tiempo pasaba volando.
Mi padre era un poco el organizador de todo el asunto. No es que a mi madre, al menos en un principio, le hiciese mucha gracia ir de camping, pero al final se acostumbró. Y es que pasar largas temporadas en una tienda de campaña o en una caravana no es lo más glamuroso del mundo… pero curte.
Mi padre estaba muy curtido en la vida en el campo. Durante muchos años llegué a pensar que mi padre estaba capacitado para arreglar cualquier cosa que se le metiese entre ceja y ceja. Él lo montaba todo cuando llegábamos al camping, casi sin ayuda. Una de sus zonas preferidas era la barbacoa cubierta por lonas polietileno para los días de lluvia, que todos los veranos, sin excepción, acababan llegando.
En los primeros campings que estuvimos las reglas no estaban muy claras y mientras no molestases al vecino y no iniciaras un incendio, podías hacer cualquier cosa. Mi padre lo aprovechaba todo para que nuestra estancia fuese lo más cómoda posible, teniendo en cuenta que estábamos en medio de un bosque. Siempre quería ponerse al lado del río porque decía que era la mejor zona de aquel camping. Quizás fuese por tener una fuente de agua cercana, pero la verdad es que nos freían los mosquitos. De todas formas aquel era nuestro sitio, todo el mundo sabía que la parcela al lado del río era para nosotros.
Todavía recuerdo cuando se ponía a llover a cántaros y nos quedábamos todos refugiados debajo de lonas polietileno mirando al río y riendo o jugando a la escoba. No eran veranos muy confortables, pero lo pasamos muy bien.