Es uno de esos recuerdos que no se olvida: hacía un viaje en tren en plena Navidad, y todo el mundo iba más o menos contento, la mayoría camino de su casa para descansar y ver a sus seres queridos. Pero entre vagón y vagón me encontré con una mujer que no paraba de llorar. Trataba de evitarlo y de pasar desapercibida, pero se le saltaban las lágrimas. Y entonces me puse a pensar en la razón por la que aquella mujer era incapaz de contener el llanto. Pensé que, quizás, se debía al fallecimiento de un familiar. Tal vez fuera otra cosa, pero eso es lo que yo pensé.
Y es que, desde luego, no todos los viajes son agradables. Cuando cogemos un tren o un avión, a veces toca acudir a actos nada agradables como el entierro de un familiar. Eso es lo que nos ha pasado a nosotros recientemente cuando tuvimos que acudir al Tanatorio Zamora capital. Fuimos desde Madrid recorriendo más de 250 kilómetros pensando en lo que nos íbamos a encontrar.
Porque hace muchos años que no acudía a un funeral. Y aunque tengo una edad, no sé muy bien lo que hay que hacer, cómo actuar. Por supuesto, la muerte de mi tío es algo que me afecta, pero es verdad que tampoco teníamos con él una relación muy estrecha. Pero mi madre me pidió que fuera por respeto a esta parte de la familia, y no dudé en aceptar la petición de mi madre. Al fin y al cabo, son esta clase de situaciones en las que “hay que hacer lo que hay que hacer”.
Pero, mientras viajaba en dirección al Tanatorio Zamora capital pensaba en aquella mujer del tren y lo que sentiría, por ejemplo, mi primo, el hijo de mi tío que tuvo que volar desde el extranjero para asistir al funeral de su padre. Muchos kilómetros y mucho tiempo para pensar en algo para lo que nadie, en el fondo, está bien preparado. Para el duelo de perder a un ser querido y muy cercano.